jueves, 10 de junio de 2010

Raul Castro en la Encrucijada, Artículo de Ricardo Montaner

Esta historia cubana, curiosamente, comienza en la URSS.



En 1985, tras la muerte en pocos años de Leonid Brezhnev (1982), Yuri Andropov (1984) y Konstantin Chernenko (1985), Mijail Gorbachov, miembro del Politburó, ex protegido de Andropov, ex jefe de la KGB, llegó al poder en la URSS decidido a reformar el aparato productivo de la Unión Soviética. No era posible que el mayor país del mundo –más del doble del tamaño de Estados Unidos–, con un enorme capital humano y con inmensas riquezas naturales, fuera tan radicalmente improductivo, pobre e insignificante desde el punto de vista científico económico. Como caricaturizó a la URSS un cáustico diplomático norteamericano, “aquello” era Bangladesh con cohetes atómicos.



Tras perder cierto tiempo combatiendo el alcoholismo nacional con prohibiciones e impuestos, un vicio bastante difícil de desarraigar, la primera medida que Gorbachov puso en marcha fue dedicada a acelerar la producción nacional, la llamada uskoréniye. Los índices de desarrollo y sanidad comenzaban a caer en picado y cada vez era mayor la distancia que separaba a la URSS del enemigo norteamericano y de Europa occidental. Sin embargo, pronto se vio que no tuvo éxito.



La segunda, fue la conocida como glasnost o transparencia. La tesis que la respaldaba, auspiciada por Alexander Yakolev, un teórico marxista asesor de Gorbachov, mantenía que había que examinar abierta y libremente los problemas de las sociedades comunistas para poder corregirlos, renunciando a la violencia represiva. Los rusos, por primera vez en muchas décadas, comenzaron a quejarse abiertamente y de manera creciente. La producción no aumentó, pero pronto se hizo evidente lo que tantos sospechábamos: la distancia emocional e intelectual del conjunto de la sociedad con los dogmas comunistas era total e irreversible.



La tercera, fue la llamada perestroika, una reforma del Estado que incluía la descentralización y la transmisión de la autoridad a muchos tecnócratas, mientras reforzaba ciertos mecanismos de mercado. Tampoco dio resultado. Parecía que el régimen comunista había llegado a un insuperable nivel e incompetencia.



Gorbachov, no obstante, en 1987 publicó un libro que se convertiría en un bestseller: Perestroika. En Cuba, Raúl Castro, ministro de Defensa, lo hizo traducir inmediatamente al español, de lo que se ocupó su secretario, un experto en la cultura eslava, y lo repartió profusamente entre el estamento militar. Poco después, Fidel, guiado por su infatigable instinto represivo, ordenó la recogida de la edición. No era conveniente que semejante texto estuviera en manos cubanas. Raúl, claro, obedeció en el acto, pero continuó rumiando su contenido.



Durante toda su vida, Raúl Castro había vivido como un apéndice intelectual y físico de su hermano mayor. Desde la adolescencia, cuando sus padres se lo entregaron a Fidel para que intentara que terminara sus estudios, Raúl se había acostumbrado a obedecerlo y a admirarlo. Fidel no consiguió graduarlo de la universidad, pero lo arrastró al ataque al Moncada, al desembarco del Granma, a la lucha guerrillera y lo convirtió en el segundo de a bordo, colocándolo al frente de las Fuerzas Armadas para evitar conspiraciones o el surgimiento de líderes alternos. Raúl había vivido exitosamente la vida que su hermano le había diseñado. Fidel lo había dotado de ideas y de impulsos.



En esa época –años ochenta–, bajo la influencia de la perestroika, quizás convencido de la inevitabilidad del cambio dentro de los países comunistas, Raúl envió a varias docenas de sus oficiales mejor educados a que adquirieran una buena formación como gerentes de empresas en universidades europeas de buena calidad, y luego los puso al frente del creciente sector productivo directamente controlado por las Fuerzas Armadas, parque empresarial que hoy acapara en torno al 50 por ciento del PIB nacional y abarca desde la agricultura hasta la industria hotelera.



En el verano de 2006, ocurrió algo previsible, pero impensable en las sociedades dirigidas por un endiosado caudillo: Fidel Castro enfermó gravemente y debió entregarle el poder a su hermano, el general Raúl Castro. El riesgo de morir era muy alto. No obstante, Fidel, como sabemos, no murió, pero quedó gravemente enfermo e incapacitado para ejercer como Presidente. Conservó, sin embargo, la autoridad política total sobre el régimen, un tácito poder de veto, aunado a la autoridad moral y psicológica sobre su hermano, lo que le ha permitido impedir cualquier desviación sustancial de las líneas maestras impuestas por él al país desde hace más de medio siglo.



En todo caso, los dos hermanos tienen personalidades muy diferentes. Raúl, aunque podía matar incluso con mayor frialdad que Fidel, era una persona más jovial y realista, nada carismática, con sentido de sus propias limitaciones y dispuesta a gobernar colegiadamente con el concurso de sus subordinados. Por eso, desde que asumió la presidencia del país dejó en claro que prepararía las cosas para que la sucesión se produjera dentro de las instituciones del sistema comunista: el Partido asumiría las funciones de control y ahí se transmitiría ordenadamente la autoridad tras su muerte.



Por supuesto, antes de que se llegara a ese punto, Raúl se propuso organizar y aumentar sustancialmente la producción para que la sociedad cubana comprobara que en la Cuba del poscastrismo, de la cual él era la primera muestra, era posible prosperar y superar las inmensas carencias que padecía el país.



Ésa era una de las principales diferencias entre los dos hermanos. Fidel negaba la terrible realidad material en que vivían los cubanos. Cuando Fidel se refería a Cuba sólo veía una sociedad de niños educados y con acceso a un extendido sistema de sanidad, y con un Estado solidario dedicado a la solidaridad universal con los necesitados de todo el planeta. Cuando Raúl se refería a Cuba, contemplaba millones de personas mal alimentadas, cobijadas en viviendas semidestruidas, con acceso muy precario a los servicios de agua, electricidad, comunicaciones y transporte. Raúl pensaba que el sistema sólo podía consolidarse tras la desaparición de la generación del 53, la que hizo la revolución, si esas miserias materiales eran eliminadas.



Él pensaba que podía llevar a cabo esa labor. No era, como Fidel, una persona desorganizada y caótica, sino alguien metódico, capaz de trabajar en equipo, que durante 47 años había sido un competente ministro de Defensa, capaz de convertir a unos cuantos guerrilleros sin instrucción militar (él mismo incluido), en el noveno ejército del mundo, triunfador en Angola y Etiopía, como ocurrió a lo largo de la década de los setenta.



Incluso, tenía otra experiencia notable: tras la desaparición del subsidio soviético, Raúl había sido capaz de reducir las fuerzas armadas cubanas a un tercio de lo que fueron en su momento de mayor esplendor, cancelando casi totalmente a la Marina y a la Fuerza Aérea, que sólo conservó un par de escuadrones con capacidad de combate.



Lo que Raúl no entendía es que dirigir un ejército es mucho más fácil que dirigir exitosamente el tejido empresarial de una sociedad moderna. Un ejército es una organización vertical, basada en la obediencia ciega, cuya función es el ejercicio de la fuerza. Su eficiencia se mide por su capacidad para destruir, controlar o intimidar. Eso sólo depende de los medios de que disponga, de las reglas que lo organizan y del liderazgo de los jefes.



El tejido empresarial, por el contrario, está condicionado por la necesidad de rendir beneficios. Debe recibir unos insumos, producir bienes o servicios, satisfacer a los consumidores y generar beneficios para mantener el aparato productivo, crecer, invertir, innovar y continuar incesantemente el ciclo que exige el proceso de creación de riqueza. Por eso a un ejército le toma un minuto destruir un puente, y a la sociedad le toma un año construirlo.



A partir del verano de 2006, Raúl Castro está descubriendo la inmensa diferencia que hay entre las dos tareas. Mientras las empresas necesitan tomar decisiones de manera autónoma, basadas en su realidad y en las que el impulso psicológico que moviliza a los trabajadores no es la obediencia ciega a los jefes, sino sus propios intereses materiales, los ejércitos operan de manera absolutamente diferente. Cuando Raúl Castro era ministro de Defensa le daba una orden a un general y éste solía cumplirla a rajatabla, hoy puede dar la orden de que se produzcan más gomas de autos o más planchas de zinc y, al cabo de cierto tiempo, podrá observar que su instrucción ha sido parcial o totalmente ignorada o, incluso, advertirá que lo han engañado, y las metas supuestamente cumplidas jamás se han alcanzado. Para mayor contrariedad, mientras en el Ejército podía mandar a la cárcel o al paredón a quien le tomara el pelo, en el mundo empresarial, sólo podrá separarlo de su cargo.



Ante esta situación, Raúl, hombre organizado, comenzó su gestión ordenando una minuciosa auditoría de miles de empresas para descubrir por qué el aparato productivo cubano era tan raquítico. Por ahora, las conclusiones a las que va llegando son pavorosas:

· La dirección de las empresas no suele estar en manos de las personas idóneas, sino de los partidarios fieles capaces de recitar los dogmas revolucionarios. El sistema no premia la eficiencia, sino la lealtad partidista.

· La corrupción es rampante. Casi todos los cuadros mienten. El robo dentro de las empresas es la regla, no la excepción.

· La indisciplina laboral y el ausentismo son apabullantes. Los trabajadores no tienen incentivos para trabajador.

· Las plantillas están sobredimensionadas. De un total de cuatro millones de trabajadores, sobran más de un millón. Despedirlos es condenarlos a una total marginación, porque el sistema no estimula ni permite la creación de empresas.

· Lo que en mal castellano llaman la planta física suele estar en un estado terrible de atraso y deterioro como consecuencia de la falta de mantenimiento y de inversiones y no hay recursos para mejorarla.



Sin embargo, todavía Raúl Castro no ha descubierto otras razones que explican el fracaso del aparato productivo cubano. Está hoy exactamente en el mismo punto en el que se encontraba Gorbachov a fines de los ochenta. La producción de azúcar ha caído a niveles de hace más de cien años, y el país, en plena degradación material, ni siquiera puede alimentarse. ¿Por qué? Por seis razones que no puede resolver con el modo comunista de producción:

1. Sin una moneda fuerte que mantenga su valor y poder adquisitivo, las transacciones económicas son como arar en el mar.

2. Sin propiedad privada, los individuos no conservan la riqueza material creada ni se esfuerzan en crear más. El “bien público” es una risueña entelequia. Sin empresa privada, no hay desarrollo.

3. Sin un sistema de precios regidos por la oferta y la demanda, es imposible asignar eficazmente los recursos disponibles. Los precios fijados por el mercado son el lenguaje con que, espontáneamente, se expresa la economía. Esto no es un caprichoso dogma ideológico, sino una observación mil veces confirmada en el mundo real.

4. Sin libertad económica y sin reglas claras que faciliten la creación de empresas, obstaculicen la corrupción y premien el ahorro y la inversión local y extranjera, jamás se dará la generación de riquezas de forma sistemática.

5. Sin un ordenamiento jurídico y un poder judicial eficaz, equitativo e independiente que resuelva los inevitables conflictos, castigue a los culpables, proteja los derechos de las personas y dé seguridades, no es posible el sostenimiento de una sociedad próspera.

6. Sin transparencia y rendición de cuenta de los actos de gobierno, y sin funcionarios colocados bajo la autoridad de la ley, guiados por la meritocracia y legitimados en elecciones periódicas, tampoco se consigue alcanzar unas cotas decentes de desarrollo.



¿Está listo Raúl Castro para admitir estas amargas verdades o prefiere seguir poniendo parches inútiles que no evitan el hundimiento de la nave? En su momento, Raúl dijo que no lo habían “elegido” para enterrar a la Revolución, sino para mejorarla. A estas alturas, ya sabe que eso es imposible. Es el mismo dilema que Gorbachov debió enfrentar: o renuncia al disparatado modelo comunista o se empeña en mantenerlo y destroza a Cuba aún más. Hasta ahora todo indica que Raúl prefiere morir en el error aunque les deje a los cubanos un país en ruinas. Eso se llama ensañamiento.

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