jueves, 28 de marzo de 2013


Los banqueros hunden a Chipre
Por: Paul Krugman | 28 de marzo de 2013
¿Qué tienen las islas de la periferia de Europa?
¿Hay alguna peculiaridad psicológica en la combinación de proximidad e ilusión de aislamiento que las lleva a convertirse en refugio de bancos descontrolados? Las mentes inquietas quieren saber.
En cualquier caso, la historia de 
Chipre tiene paralelismos evidentes con las de Islandia eIrlanda, con el ingrediente adicional del BDMR (blanqueo de dinero de las mafias rusas). Las tres naciones isleñas experimentaron una oleada de crecimiento rápido mientras su condición de refugios para los bancos las dotaban de unos sistemas bancarios demasiado grandes para ser salvados. Los bancos de Islandia, en el momento de máximo apogeo, tenían unos activos que equivalían al 980% del producto interior bruto; los de Irlanda representaban el 440%. Chipre, con un 800% aproximadamente, estaba más cerca de Irlanda en este sentido.
En los tres casos, la banca sin control fue el origen de la crisis (aunque no todo el mundo parece ver esto, ni siquiera ahora). Sea como sea, la pregunta es qué hacer al respecto.
Islandia capeó la crisis sufriendo menos daños que Irlanda, por dos motivos. Primero, permitió que sus bancos no pagasen las deudas que tenían con los acreedores extranjeros, incluidos los depósitos en cuentas en paraísos fiscales. Segundo, contaba con la flexibilidad que le confería el hecho de tener su propia moneda.
La ventaja monetaria de Islandia contribuyó al ajuste real de la economía; también permitió cierta represión financiera poco inquietante, porque la devaluación de la corona (unida a los controles temporales sobre el capital) condujo a un breve repunte de la inflación que erosionó el valor real de los depósitos. Los ahorradores se vieron perjudicados, pero con unos bancos que habían crecido hasta representar 10 veces el PIB, eso tenía que pasar de un modo u otro.
Chipre, por desgracia, parece estar haciéndolo muy mal. Para ser justos, el gravamen propuesto a los depositantes era en realidad más pequeño que las pérdidas reales que asumieron los depositantes islandeses (y también tuvieron pérdidas en sus depósitos en divisas). Pero esto no es más que el principio. Incluso aplicando ese impago efectivo a los depósitos, Chipre necesitará un enorme préstamo de la troika y las condiciones de este préstamo serán unas drásticas medidas de austeridad. Esto parece el principio de un sufrimiento interminable e inconcebible.
¡Que vienen los rusos!
¿En qué medida es problemático el factor ruso en la crisis de Chipre? En buena medida, por lo que parece. En Financial Times, la bloguera financiera Izabella Kaminska informaba sobre unos cálculos que indican que en los bancos de Chipre hay 19.000 millones de euros de depósitos de ciudadanos rusos, cantidad que supera el PIB del país. Aunque no soy un experto en este tema, me pregunto si esa cifra se queda corta; dado lo que creemos que sabemos acerca de la naturaleza de gran parte de este dinero ruso, ¿realmente se está declarando todo el dinero ruso que hay?
Permítanme señalar algo más general: ya hemos visto cómo tres naciones isleñas de Europa se convertían en enormes centros bancarios internacionales en relación con sus PIB y luego entraban en crisis porque sus economías nacionales no tenían los recursos necesarios para rescatar esos sistemas bancarios metastásicos si algo salía mal. Esto indica claramente, al menos en mi opinión, que tenemos un problema fundamental con toda la arquitectura (por usar una palabra que está de moda) de las finanzas internacionales.
A menos que se hayan tragado las ideas de la escuela de pensamiento de “fue Barney Frank”, se darán cuenta de que la crisis mundial de 2008 fue posible esencialmente gracias a la erosión de la regulación bancaria eficaz. Como ha documentado el economista Gary Gorton, hubo un “periodo tranquilo” de 70 años después de la Gran Depresión en el que los países avanzados tuvieron muy pocos altercados financieros importantes; Gorton sostiene, y la mayoría de nosotros está de acuerdo con él, que la clave de esa tranquilidad radica en un sistema financiero regulado y limitado que también ponía coto a las oportunidades de apalancamiento no bancario excesivo.
 Pero esta regulación dependía a su vez, en un grado importante, de los flujos de capital internacionales; de otro modo, las normas fijadas en Washington o cualquier otro lugar se habrían pasado por alto en paraísos como, bueno, Chipre. Y una vez que esos controles de capital empezaron a flexibilizarse en los años setenta, entramos en una época de crisis financieras cada vez más grandes que empezaron en Latinoamérica, luego se trasladaron a Asia y finalmente golpearon el mundo entero.
¿Y qué vamos a hacer al respecto? Chipre, como país de la eurozona, debería en realidad formar parte de una red de seguridad que abarcase la zona euro y estuviese respaldada por una regulación adecuada; es de locos imaginar que el euro pueda funcionar indefinida y exclusivamente con las garantías de depósitos nacionales. Pero las garantías de depósitos por parte de la eurozona no parecen estar sobre la mesa (y de todas formas, hay muchos otros Chipres en potencia por ahí).
Todo lo cual hace que surja la pregunta de si la época del libre movimiento de capitales es solo una burbuja, condenada a terminar uno de estos años, puede que pronto.
© 2013 New York Times
Traducción de News Clips.


domingo, 24 de febrero de 2013


Suban el salario mínimo ya
El presidente Obama expuso varias ideas buenas en su discurso sobre el estado de la Unión. Por desgracia, casi todas ellas exigen gastar dinero y, teniendo en cuenta que los republicanos controlan la Cámara de Representantes, es difícil creer que eso vaya a suceder.
Sin embargo, una de las propuestas más importantes no entrañaría gasto presupuestario alguno: la petición del presidente de aumentar el salario mínimo de 7,25 a 9 dólares, con incrementos posteriores acordes con la inflación. La pregunta que tenemos que hacernos es: ¿sería esto una buena política? Y la respuesta, quizá sorprendentemente, es un claro sí.
¿Por qué sorprendentemente? Bueno, la economía básica nos dice que seamos muy prudentes respecto a los intentos de legislar los resultados del mercado. Todos los libros de texto —el mío, incluido— exponen las consecuencias no intencionadas que se derivan de políticas como el control de los alquileres o las subvenciones a los precios agrícolas. Y hasta los economistas más liberales, sospecho, estarían de acuerdo en que establecer un salario mínimo de, digamos, 20 dólares la hora crearía muchos problemas.
Pero no estamos hablando de eso. Y hay fuertes razones para creer que la clase de aumento del salario mínimo que el presidente propone tendría efectos extremadamente positivos.
En primer lugar, el nivel actual del salario mínimo es muy bajo, según cualquier criterio razonable. Durante cerca de cuatro décadas, las subidas del salario mínimo han ido muy por detrás de la inflación, de modo que, en términos reales, el salario mínimo es considerablemente más bajo de lo que era en la década de los sesenta del siglo XX. Por otro lado, la productividad del trabajador se ha duplicado. ¿No es hora de subirle el sueldo?
La deducción fiscal y el salario mínimo no son políticas rivales, sino que son políticas complementarias que funcionan mejor en tándem
Ahora bien, se podría alegar que aunque el salario mínimo actual parezca bajo, incrementarlo entrañaría la pérdida de puestos de trabajo. Pero hay pruebas al respecto —muchas, muchas pruebas—, porque el salario mínimo es una de las cuestiones más estudiadas en toda la economía. Da la casualidad de que la experiencia estadounidense brinda muchos ejemplos naturales sobre la cuestión, en los que un Estado aumenta su salario mínimo mientras que otros no lo hacen. Y aunque hay gente que no está de acuerdo, como siempre, la gran mayoría de las pruebas que aportan estos experimentos naturales indican que las subidas del salario mínimo tienen poco efecto sobre el empleo, si es que tienen alguno.
¿Por qué es esto cierto? Es un tema que se sigue investigando, pero una constante en todas las explicaciones es que los trabajadores no son sacos de trigo y ni siquiera apartamentos de Manhattan; son seres humanos, y las relaciones humanas que intervienen en la contratación y en los despidos son inevitablemente más complejas que los mercados de meras materias primas. Y una consecuencia de esta complejidad humana parece ser que los aumentos moderados de los sueldos para los peor pagados no necesariamente reducen el número de puestos de trabajo.
Lo que esto quiere decir, a su vez, es que el principal efecto de un aumento de los salarios mínimos es un aumento de las rentas de estadounidenses que trabajan mucho, pero cobran poco, lo cual es, naturalmente, lo que estamos tratando de conseguir.
Por último, es importante entender cómo interactúa el sueldo mínimo con otras políticas encaminadas a ayudar a los trabajadores peor pagados, en concreto, las deducciones por rendimiento del trabajo. Las deducciones fiscales —que tradicionalmente han contado con el apoyo de los dos partidos, aunque puede que esto se acabe— son también una buena política. Pero tiene un defecto bien conocido: algunos de sus beneficios acaban yendo a parar no a los trabajadores, sino a las empresas, en forma de salarios más bajos. Y ¿lo adivinan? Un aumento del salario mínimo ayuda a corregir este defecto. Resulta que la deducción fiscal y el salario mínimo no son políticas rivales, sino que son políticas complementarias que funcionan mejor en tándem.
Por eso, la propuesta sobre los salarios de Obama es buena economía. Y también es buena política: un aumento de los salarios está apoyado por una mayoría abrumadora del electorado, incluida una fuerte mayoría de mujeres que se identifican como republicanas (aunque no hombres). Pero así y todo, los líderes del Partido Republicano en el Congreso se oponen a cualquier subida. ¿Por qué? Dicen que les preocupa la gente que posiblemente perderá su trabajo, independientemente de las pruebas que demuestran que esto realmente no va a pasar. Pero esto no es creíble.
Y es que los líderes republicanos actuales sienten un claro desdén por los trabajadores con sueldos bajos. Tengan en cuenta que estos trabajadores, aunque trabajen a tiempo completo, no pagan en su mayoría el impuesto sobre la renta (aunque paguen un montón en impuestos sobre la nómina y sobre las ventas), y es posible que reciban subvenciones como Medicaid y cupones canjeables por comida. Y ya saben en qué les convierte esto, en opinión del Partido Republicano: “Sanguijuelas”, miembros del despreciable 47% que, como dijo el candidato a la presidencia Mitt Romney ante gestos de aprobación, no asumen la responsabilidad de su propia vida.
Eric Cantor, presidente de la Cámara de Representantes, nos brindó un ejemplo perfecto de este desdén el pasado Día del Trabajo: decidió conmemorar una fiesta dedicada a los trabajadores enviando un mensaje que no decía absolutamente nada sobre los trabajadores, pero que, en cambio, alababa los esfuerzos de los empresarios.
La buena noticia es que no muchos estadounidenses comparten este desdén; prácticamente todo el mundo, excepto los varones republicanos, cree que los trabajadores peor pagados merecen un aumento de sueldo. Y tienen razón. Deberíamos subir el salario mínimo ya.
Paul Krugman es profesor de Economía de Princeton y premio Nobel de 2008.
© New York Times Service 2013.
Traducción de News Clips.