martes, 29 de noviembre de 2011

Agua, Oro y Conflicto Social

AGUA, ORO Y CONFLICTO SOCIAL Jesús Castillo More (*) En una conocida obra de teatro, el personaje principal exclama “El oro es una maldición”, enseguida agrega: “Cómo me cayera a mi esa maldición”. Hasta hace pocos años, la región Cajamarca, era apacible, serena y naturalmente bella, donde la población y la naturaleza convivían en una armonía que era el deleite de habitantes y visitantes; donde aparentemente regía el principio de “el que nada tiene contento vive”: sin preocupaciones, sin sobresaltos, con tranquilidad y sin contaminación. Era el tiempo en que los visitantes no nos perdíamos el grato espectáculo del paisaje, del pastorcito solitario, y del llamado de las vaquitas por su nombre. La pobreza era llevadera con el oro bajo tierra. Ahora, debido a la actividad minera, todo está transformado para el bien de unos y malestar de otros, que la evidencia muestra son la mayoría. Es el problema de las externalidades. Una externalidad consiste en que la actividad de alguien, causa perjuicios o beneficios a otros, que no son considerados como costos o beneficios por el causante. Por ejemplo, la instalación de un supermercado en tu barrio puede perjudicarte al congestionar el libre acceso a tu domicilio o puede beneficiarte a través de la revalorización del precio de tu vivienda. Ronald Coase, es un abogado que se especializó en el estudio de este problema y luego se doctoró en economía, logrando el Premio Nobel por el Teorema que lleva su nombre, cuyo enunciado es el siguiente: “Cuando los costos de transacción son reducidos, la asignación de derechos es irrelevante para fines de eficiencia económica”. Para ilustrar su Teorema, Coase utilizó el siguiente ejemplo: “Un dentista instala su consultorio al lado de una panadería establecida hace diez años, a la que no tarda en enjuiciar acusándola de provocar mucho ruido. El juez obviamente da su veredicto a favor de la panadería. Sin embargo, el dentista que gana ocho mil soles al mes en ese lugar, le ofrece dos mil soles mensuales al panadero para que se vaya y éste que gana solo mil al mes acepta irse voluntariamente a otro lugar.” El argumento de Coase es que de esta manera, aunque sea el dentista el perdedor del proceso judicial, será quien se quede, si logra persuadir al panadero con la compensación correspondiente. Es de esta manera, que la asignación de derechos es irrelevante para fines de eficiencia económica, lo que explica que el centro de las ciudades de todo el mundo, esté ocupado por Bancos, Farmacias, Supermercados, que han sabido ofrecer las compensaciones adecuadas a los propietarios de los terrenos, muchos de los cuales tenían un letrerito que decía “no se vende”. Resulta así, que el problema de las externalidades es un problema de sumas y restas, es decir de beneficios y costos, ya no mirados en la perspectiva privada, sino desde el punto de vista social. El hecho es que toda actividad productiva contamina y no por eso hay que prohibirla. Un establo contamina y no por eso se va a dejar de producir leche. Lo que importa es que el beneficio sea mayor que el costo, tanto desde la perspectiva privada, como desde la perspectiva social, donde a los costos privados hay que sumarle los perjuicios sobre otras personas. Si a quienes se perjudica se les ofrece una compensación satisfactoria, el beneficio será mutuo. La labor del gobierno es intervenir para garantizar la minimización de la contaminación, aplicando seriamente las recomendaciones de los estudios de impacto ambiental y exigiendo el uso de tecnologías limpias que minimicen el daño ecológico y las compensaciones correspondientes a los perjudicados por la contaminación, no solo para compensar el perjuicio sino también para participar en los beneficios del proyecto minero. La pregunta de fondo es que pasará en Cajamarca con proyecto o sin proyecto. No sea que se repita la experiencia de otros pueblos que por querer evitar la contaminación cerraron el paso a una empresa que ofrecía tecnologías limpias y compensaciones en empleo y bienestar social, para dar paso a la mayor contaminación de la minería informal sin ninguna compensación y sin ninguna organización, que una vez logrados sus objetivos particulares, te defienda y te vuelva a organizar para defender tus derechos. El ex presidente García cerró y ganó su primera campaña electoral, recitando emotivamente el poema Masa, de César Vallejo. La experiencia mostró al propio García, que hay que estar prevenidos contra las masas dispuestas a seguir irreflexivamente cualquier llamado irracional de un candidato que quiera hacerse grato a la masa, predicando exigencias más allá de las posibilidades y conveniencia del país. La moreleja es lograr acuerdos de beneficios mutuos: reducir los costos de transacción mediante un diálogo sereno e inteligente. (*) jcastillomore@gmail.com

domingo, 27 de noviembre de 2011

Romanticos, Crueles y Aburridos

TRIBUNA: Laboratorio de ideas PAUL KRUGMAN Románticos crueles y aburridos PAUL KRUGMAN 27/11/2011 Hay una palabra que no paro de escuchar últimamente: tecnócrata. A veces se emplea como término para expresar desprecio: los creadores del euro, nos dicen, eran tecnócratas que no tuvieron en cuenta los factores humanos y culturales. A veces es un término de alabanza: los primeros ministros de Grecia e Italia que acaban de tomar posesión son descritos como tecnócratas que no se dejarán influir por la política y harán lo que hay que hacer. Protesto. Conozco a los tecnócratas; a veces hasta pretendo serlo yo mismo. Y estas personas -las personas que intimidaron a Europa para que adoptara una moneda común, las personas que están intimidando a Europa y a EE UU para que impongan la austeridad- no son tecnócratas. Son, más bien, románticos muy poco prácticos. Pero, sin lugar a dudas, son una variedad de románticos especialmente aburridos, que hablan en una prosa pedante en vez de en verso. Y las cosas que exigen en nombre de sus visiones románticas son a menudo crueles, e implican enormes sacrificios para los trabajadores y las familias de a pie. Pero el hecho es que esas visiones están motivadas por sueños sobre cómo deberían ser las cosas en vez de por una fría valoración de cómo están realmente las cosas. Y para salvar la economía mundial tenemos que bajar a esos peligrosos románticos de sus pedestales. Empecemos por la creación del euro. Si piensan que este fue un proyecto impulsado por un minucioso cálculo de los costes y los beneficios, les han informado mal. El hecho es que la marcha de Europa hacia una moneda común fue, desde el principio, un proyecto dudoso según cualquier análisis económico objetivo. Las economías del continente eran demasiado dispares para funcionar sin contratiempos con una política monetaria de talla única, con demasiadas probabilidades de experimentar vaivenes asimétricos en los que algunos países se van a pique mientras que otros van viento en popa. Y, a diferencia de los Estados de EE UU, los países de Europa no eran parte de una nación única con un presupuesto y un mercado laboral unificados y unidos por un lenguaje común. Entonces, ¿por qué insistieron tanto esos tecnócratas en el euro, ignorando muchas advertencias de los economistas? En parte fue el sueño de la unificación europea, que la élite del continente encontraba tan seductor que sus miembros desterraron todas las objeciones prácticas. Y en parte fue un acto de fe económica, la esperanza -motivada por la voluntad de creer, a pesar de las muchas pruebas que demuestran lo contrario- de que todo saldría bien siempre y cuando los países cultivaran las virtudes victorianas de la estabilidad de precios y la prudencia fiscal. Es una pena, pero las cosas no salieron como habían prometido. No obstante, en vez de adaptarse a la realidad, esos supuestos tecnócratas se la jugaron a doble o nada insistiendo, por ejemplo, en que Grecia evitaría la suspensión de pagos mediante una austeridad salvaje, cuando cualquiera que hiciera números sabía que no era así. Permítanme señalar en concreto al Banco Central Europeo (BCE), que se supone que es la institución tecnocrática por excelencia, y que se ha distinguido sobre todo por refugiarse en la fantasía cuando las cosas van mal. El año pasado, por ejemplo, el banco reafirmaba su fe en el hada de la confianza, o sea, la pretensión de que los recortes presupuestarios en una economía deprimida impulsarán de hecho la expansión, al aumentar la confianza de las empresas y los consumidores. Por extraño que parezca, eso no ha sucedido en ninguna parte. Y ahora, con Europa en crisis -una crisis que no puede contenerse a menos que el BCE intervenga para poner fin al círculo vicioso del hundimiento financiero-, sus líderes siguen aferrándose a la idea de que la estabilidad de precios cura todos los males. La semana pasada, Mario Draghi, el nuevo presidente del BCE, declaraba que "anclar las expectativas de inflación" es "la principal aportación que podemos hacer para apoyar el crecimiento sostenible, la creación de puestos de trabajo y la estabilidad financiera". Esta es una afirmación totalmente descabellada en un momento en que la inflación prevista en Europa es, si acaso, demasiado baja, y cuando lo que está trastornando los mercados es el miedo a una catástrofe financiera más o menos inmediata. Y se parece más a una proclamación religiosa que a una valoración tecnocrática. Quiero dejar claro que no pretendo despotricar contra Europa, puesto que nosotros también tenemos a nuestros seudotecnócratas desvirtuando el debate político. En concreto, los grupos de expertos supuestamente no partidistas -el Comité para un Presupuesto Federal Responsable, la Coalición Concord y otros por el estilo- han sabido secuestrar el debate sobre política económica, centrándolo en el déficit en lugar de en los puestos de trabajo. Los verdaderos tecnócratas habrían preguntado por qué tiene esto sentido en un momento en que la tasa de desempleo en EE UU es del 9% y cuando el tipo de interés de la deuda estadounidense es de solo un 2%. Pero, al igual que el BCE, nuestros cascarrabias fiscales tienen su versión de lo que es importante y se ciñen a ella digan lo que digan los datos. ¿Que si estoy contra los tecnócratas? Ni muchísimo menos. Me gustan los tecnócratas, los tecnócratas son amigos míos. Y necesitamos experiencia técnica para enfrentarnos a nuestros males económicos. Pero nuestro discurso se está viendo muy distorsionado por ideólogos e ilusos -románticos crueles y aburridos- que se hacen pasar por tecnócratas. Y ya es hora de bajarles las ínfulas. © EDICIONES EL PAÍS S.L. - Miguel Yuste 40 - 28037 Madrid [España] - Tel. 91 337 8200